Se han cumplido cuarenta años desde la aprobación de la Carta Europea de Ordenación del Territorio. En las cuatro décadas transcurridas desde su promulgación, han emergido con fuerza un conjunto de cruciales desafíos territoriales y sociales. Entre estos destacan la evidencia de emergencia climática, la necesidad de la transición energética, la aparición de las nuevas tecnologías de la comunicación, la profundización del proceso de urbanización, los riesgos (incluso sanitarios) que supone nuestra relación con el entorno, así como la consolidación de las desigualdades sociales y territoriales. Se trata, en todos los casos, de factores que, sin ser nuevos, han conocido transformaciones muy notables desde los años ochenta del siglo pasado. Se trata, asimismo, de procesos cuyas causas y efectos tienen profundas implicaciones espaciales y, por lo tanto, podrían ser gestionados, por lo menos en parte, a través de políticas de ordenación territorial.
Sin
embargo, desde la aprobación de la Carta Europea, la práctica de la ordenación
del territorio, lejos de asentarse con fuerza, ha conocido en Europa una
evolución desigual, con avances y retrocesos. Tanto es así, que su evolución en
diversos países y regiones ha suscitado dudas acerca de su utilidad y continuidad
como instrumento político y administrativo efectivo (van den Berg, Braun &
van den Meer, 2007; Dühr, Colomb & Nadin, 2010; Zoido, 2022).
Por ello, en este momento crucial para el futuro de Europa, resulta conveniente interrogarse sobre el futuro de la ordenación del territorio europeo y sobre cuales son los factores que podrían contribuir a consolidarla como una práctica viable, efectiva y permanente en beneficio de la colectividad. A nuestro entender, la respuesta a estas cuestiones depende de la forma como los poderes públicos y la ciudadanía acierten a hacer frente a los siete retos que a continuación se detallan.
1. Contar con la voluntad política de llevar a cabo la
ordenación del territorio
El
primer elemento que condiciona el futuro de la ordenación del territorio en Europa
es la voluntad política de los poderes públicos a la hora de impulsarla y
aplicarla. De hecho, la misma Carta Europea ya afirmaba con claridad, su
apartado 18, que “la realización de los objetivos de la ordenación del
territorio es esencialmente una tarea política”. En efecto, la ordenación del
territorio traduce la voluntad de establecer un diseño -un determinado
plan físico- y un designio –un orden- en los usos del suelo, las
infraestructuras y los recursos a escala supralocal. Dicho orden debería
responder, en principio, a la voluntad de priorizar el interés colectivo por
encima de los intereses particulares.
Ahora
bien, en un sistema económico basado, precisamente, en la obtención y la
apropiación del beneficio privado, la voluntad de hacer prevalecer el interés
colectivo en la ciudad y el territorio debe actuar, necesariamente, a contra-corriente.
Esto es asi porqué la acción irrestricta del mercado -sustentada por los
intereses sociales a los que esta favorece- conduce a la privatización de los
bienes comunes (agua, suelo, energía), a la apropiación de las plusvalías
derivadas del desarrollo urbano y a
la mercantilización de bienes y servicios básicos (Lefebvre, 1968; Harvey 2013).
Por
ello, la aplicación de una ordenación del territorio que, de manera efectiva,
quiera hacer prevalecer el interés de la colectividad ante tantos y tan
potentes intereses particulares requiere de una destacada voluntad política. La
voluntad política de establecer que -en el uso del suelo, la gestión de los
recursos, el acceso a la vivienda y la provisión de los servicios básicos- el
provecho privado debe subordinarse al interés público. La voluntad política de
afirmar que el dónde, cuándo y de qué forma debe desarrollarse el proceso de
urbanización debe obedecer, efectivamente, al designio de la colectividad y no
al simple dictado del derecho de propiedad. La voluntad política, en fin, de
hacer valer el liderazgo público en la ordenación del espacio. La inexistencia
o la falta de operatividad de la ordenación del territorio en diversos países
de Europa -entre los que figura, de manera destacada España- se deriva, en
muchos casos, de la ausencia de dicha voluntad política. O, si se quiere, de la
opción política de no poner cortapisas a los intereses privados, aunque su
ejercicio resulte contradictorio con el bienestar de la sociedad en su conjunto.
La
ordenación del territorio no es, pues, ni una práctica neutra, ni un ejercicio
formal. Su impulso y su concreción requieren y responden, de manera implícita o
explícita, a proyectos políticos y a intereses sociales. A la ordenación del
territorio se puede aplicar también, pues, la definición que, de manera tan
certera, el urbanista italiano Francesco Indovina asignó al urbanismo: “es una
práctica política técnicamente asistida” (Indovina, 2012).
Por ello, la aplicación efectiva de la ordenación del territorio en beneficio de la colectividad y de las generaciones futuras requiere ante todo la movilización social y la voluntad política de los poderes públicos. La asunción de esta voluntad por parte de los agentes sociales y de fuerzas políticas capaces de hacerla prevalecer constituye el primer reto de futuro para la ordenación del territorio en Europa.
2. Obtener el reconocimiento social de su necesidad
El
segundo reto que debe afrontar la ordenación del territorio es hacer patente su
necesidad. El urbanismo -entendido como la acción pública en la ordenación y la
gestión de las ciudad- constituye, como es sabido, una práctica milenaria. Una
práctica que, en Europa, tiende a generalizarse e institucionalizarse a partir
de las transformaciones asociadas a la revolución industrial y las revoluciones
burguesas.
En
cambio, la exigencia de la ordenación del territorio a escalas más vastas no
empezó a abrirse paso hasta inicios del siglo XX. Es verdad que podríamos
encontrar numerosos antecedentes de intervención de los poderes públicos en el
impulso de infraestructuras y otras regulaciones de carácter supralocal. Pero
las propuestas de ordenación integrada de espacios regionales no aparecieron
con fuerza hasta que la extensión de las redes ferroviarias hizo necesario
abordar los problemas del crecimiento urbano no solo a través de la reforma
interior y los ensanches en contigüidad, sino mediante la configuración de
sistemas articulados de asentamientos. Fue entonces, cuando surgirán las
primeras iniciativas de regional planning, en conexión, por ejemplo, con
propuestas como la ciudad-jardín (Hall, 1996; Esteban & Nel·lo, 2022)
Desde
aquel momento inicial, la ordenación del territorio a escala regional y
subregional ha dado, con sus luces y sus sombras, numerosos frutos: desde la
planificación regional del New Deal del presidente Roosevelt a los planes
soviéticos, desde los planes de reconstrucción de las ciudades inglesas
después de la II Guerra Mundial hasta l’aménagement du territoire de la
V República francesa, y así hasta nuestros días.
Sin
embargo, se puede afirmar sin ambages que, en este campo, España arrastra
déficits muy notables. Bien es verdad que se cuenta con valiosos antecedentes,
como el Regional Planning de Cataluña, elaborado por los hermanos Rubió
i Tudurí a inicios de los años treinta (Ribas Piera, 1995), pero la
generalización de la ordenación del territorio no se planteó seriamente hasta
finales del siglo XX con la llegada de la democracia y de las comunidades
autónomas, conociendo desde entonces una implantación trabajosa y unos
resultados, por lo general, discretos (Rodríguez, 2010; Benabent, 2006).
Debemos
pues convenir que en este campo llevamos una destacada demora. Decíamos que el
urbanismo contemporáneo surgió con el vapor y el regional planning con el
ferrocarril. Pues bien, desde entonces se han sucedido por lo menos tres ciclos
completos de innovación tecnológica y urbana: la electrificación, la
motorización asociada a los combustibles fósiles y la digitalización. Cada uno
de estos ciclos ha venido a consolidar y a ampliar la tendencia a la
integración y la interdependencia territorial. Desgraciadamente, en nuestro
país el avance de la ordenación del territorio no ha conocido un desarrollo
paralelo. Podríamos pues afirmar que nuestra práctica en este campo carga con
tres o cuatro ciclos de innovación tecnológica y desarrollo social de retraso.
Sin
embargo, la necesidad de instrumentos de ordenación del territorio a escala
supralocal resulta hoy más evidente que nunca. Permítasenos proponer un par de
ejemplos a partir de la realidad de Barcelona. Ya en 1996, hace cerca de
treinta años, 4 de cada 5 de los 164 municipios que componen la Región
Metropolitana de Barcelona más de la mitad de los ocupados trabajaba fuera de
la propia localidad (Nel·lo, 2001). ¿No es esta una muestra palmaria de la
necesidad de ordenar las infraestructuras de la movilidad y los usos del suelo
a escala supralocal? Se ha estimado que, en Cataluña, para producir la energía que consumimos
actualmente a partir de fuentes renovables deberíamos ocupar 66.200 ha nuevas de
suelo, con instalaciones eólicas o fotovoltaicas (López, 2021). ¿Podemos en
verdad pensar que transformar esta cantidad ingente de suelo –seis veces y
media más extensa que la ciudad de Barcelona- puede alcanzarse sin un plan de
conjunto? ¿No resulta evidente que los conflictos territoriales y sociales que
se derivarían de la falta de planificación serían tales que harían inviable la
transición energética? Se trata de ejemplos fácilmente extrapolables a otras
realidades territoriales que evidencian la necesidad de la ordenación del
territorio. ¿Serán capaces los poderes públicos, la comunidad científica y los
agentes sociales de reconocer esta necesidad y de transmitir dicho
reconocimiento al conjunto de la sociedad?
3.
Definir claramente sus principios, temática y objetivos
El
tercer reto en el que se dirimirá el futuro de la ordenación del territorio es
la capacidad de sus impulsores de establecer de manera clara y precisa tres
cuestiones: los criterios en los que se apoyan, el carácter que quieren
conferir a los instrumentos adoptados y los temas que pretenden abarcar. La
experiencia internacional de las últimas décadas (Newman & Tornley, 1996; Cremaschi,
2005; Lacour & Delamarre, 2008; Galiana
& Vinuesa, 2010; Nel·lo, 2012; De Luca & Moccia, 2017) muestra que la definición
articulada y diáfana de estas cuestiones, evitando indeterminaciones y vaguedades,
constituye un requerimiento básico para la efectividad de la ordenación
territorial.
En la
secuencia clásica de la ordenación del territorio -a saber: a) reconocimiento
territorial; b) diagnóstico; c) criterios; d) propuestas; e) proyectos- el
establecimiento de los criterios constituye sin duda alguna el nodo del
proceso. A través de ellos se enuncian los objetivos que el plan persigue, así
como las consideraciones sociales, funcionales y ambientales que los sustentan.
Se trata, claro está, de la cuestión más abiertamente política del proceso de
planeamiento, puesto que se basa claramente en valores y proposiciones de
carácter normativo. Por ello, debe ser claramente explicitada y sometida a
escrutinio y debate público.
El
segundo aspecto a definir es el carácter de los planes de ordenación.
Como sabemos, la planificación puede tener diversas modalidades: los planes físicos
ponen el acento sobre los usos del suelo y el metabolismo territorial; los
planes estratégicos se centran los objetivos sociales y la acción
concertada necesaria para alcanzarlos; y los planes programáticos se
refieren a las previsiones temporales para la ejecución de inversiones y
actuaciones. La ordenación del territorio, para ser efectiva, debe basarse,
ante todo, en el carácter físico de los planes, sin que esto implique renunciar
a considerar los acuerdos y establecer las actuaciones e inversiones
necesarias para su desarrollo.
La
tercera cuestión que la práctica de la ordenación del territorio debe
clarificar desde el momento inicial es la selección de la temática que
pretende tratar. La posibilidad de elaborar instrumentos de planeamiento que
atañen a todos los aspectos de la vida social constituye, sin duda, una
tentación, pero se ha demostrado reiteradamente, una quimera: los planes
omnicomprensivos resultan imposibles de elaborar y de aprobar. Ser capaces de
dejar fuera de los planes aspectos sectoriales y de quedarse solo con los temas
que configuran la urdimbre territorial básica –como el sistema de
asentamientos, las infraestructuras, los espacios protegidos- se ha demostrado
a menudo una buena estrategia. También en la ordenación del territorio “less
is more”.
4. Apoyarse en impulso activo de la ciudadanía
La
relación con los agentes sociales constituye el cuarto reto de futuro de la
ordenación del territorio. Como su propia denominación indica, la ordenación
del territorio trata, por definición, de establecer un determinado orden en la
configuración y los usos del espacio. La construcción de este orden resulta, en
cada circunstancia histórica, instrumental para la afirmación de determinados
intereses sociales. Por ello -porqué vehiculan intereses sociales en pugna-
orden y desorden están permanentemente en pugna en la ciudad (Indovina, 2017).
Así, la
configuración de un orden urbano a través de la práctica urbanística puede
traducir, en ciertas circunstancias, la voluntad de favorecer solo a unos
pocos: los propietarios del suelo, los promotores inmobiliarios, los grupos
sociales más acomodados. El orden urbanístico se convierte de este modo en un
instrumento para el mantenimiento de los privilegios de aquellos que detentan
el poder económico y político en la ciudad (Sevilla-Buitrago, 2023). Ahora
bien, el establecimiento del orden puede responder también a un intento de
afirmar los derechos del conjunto de la ciudadanía: el derecho a la vivienda,
al espacio público, a los servicios urbanos, al entorno saludable. En este
caso, la ordenación territorial y urbana deberá sujetar y limitar los intereses
de los privados en beneficio de la colectividad. De esta forma, la ordenación
del territorio vendrá a constituir un instrumento de primer orden para erradicar
los privilegios sociales en la ciudad y alcanzar una alta equidad social.
En este
contexto, el espacio ya construido constituye al mismo tiempo un punto de
partida ineludible y un límite a superar. En El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Marx (1852) recordaba que la tradición de las generaciones
muertas oprime a menudo, como una pesadilla, el cerebro de los vivos. En el territorio,
el peso del pasado no reside solo en la tradición, sino también en las formas
construidas: el trazado de las calles, el espacio público, el parque de
vivienda, los monumentos y los símbolos que son el legado de órdenes y
desordenes sociales pretéritos. Por ello, las formas urbanas existentes
constituyen ciertamente un hecho consumado con el que las generaciones actuales
deben hacer necesariamente las cuentas. Pero al mismo tiempo, dichas formas
constituyen un límite frente al cual cada generación (y cada urbanista con
voluntad transformadora) no puede en modo alguno detenerse. Emilio Sereni ha
afirmado algo similar al discurrir acerca de la transformación del paisaje
(Sereni, 1961).
Para
ello, la voluntad de imponer un orden territorial que beneficie a la
colectividad en su conjunto debe pugnar, de manera insomne, con la acción espontánea
de los agentes privados destinada a eludir y vulnerar los límites que la
colectividad les ha impuesto. La apropiación de bienes comunes, la corrupción y
múltiples formas de abusivismo urbanístico son expresiones claras de este tipo
desorden. Y, en esa pugna, contar com el impulso y la capacidad de organización
de los grupos sociales más desfavorecidos -aquellos que más perjudicados
resultan del desorden especulativo y más beneficios pueden derivar del orden
territorial- resulta clave (Harvey, 2013).
Conseguir
pues la implicación de la ciudadanía, en particular la implicación de quienes
menos tienen, a la hora de diseñar propugnar, impulsar y defender un orden
territorial funcional, sostenible y justo es uno de los retos –quizás el
principal- que determinará el futuro de la ordenación del territorio.
5. Disponer de la capacidad técnica para diseñarla,
aplicarla y evaluarla
Afirmábamos
más arriba que la ordenación del territorio es una práctica política
técnicamente asistida. El reconocimiento de la primera parte de la proposición
no debe hacernos olvidar o menospreciar la segunda: sin un contenido técnico
solvente y efectivo, la ordenación del territorio no resultará viable. Este es
el quinto reto de futuro al que debemos hacer frente.
Se
trata de un reto en absoluto menor, cuyas dificultades principales estriban en:
a)
Obtener los datos y
elaborar un diagnóstico compartido, en materias que resultan particularmente complejas. “First
survey, then plan”, decía el clásico. La articulación entre diagnóstico y
propuesta sigue siendo el reto principal en todo ejercicio de planeamiento. Uno
de los requerimientos que ello comporta es la constitución de equipos de
planeamiento amplios e integrados por profesionales expertos en los campos más
diversos: la ecología, la arquitectura, la ingeniería, el derecho, la
geografía, la ciencia política, la sociología, la antropología, la economía,….
Los tiempos del planeamiento “de autor” han pasado a la historia.
b) Definir los criterios normativos, el carácter y el
alcance temático del planeamiento. Para pasar del reconocimiento
territorial (survey) a la propuesta (plan) deberán adoptarse, forzosamente, criterios normativos que establezcan
los objetivos del planeamiento. Se trata, como hemos visto, de la parte más
eminentemente política del ejercicio y, por lo tanto, debe ser expuesta y
debatida con toda transparencia. Además, dichos objetivos deben encontrarse
respaldados por teorías del cambio solventes, es decir por previsiones sólidas
acerca de sus efectos. Asimismo, resulta del todo necesario definir desde el
principio el carácter del plan, es decir, el peso que en este tienen la
componente física, la estratégica y de programación. Finalmente, se debe determinar claramente, desde el
punto de partida, los temas que cada ejercicio de ordenación se propone tratar
de manera efectiva.
c)
Resolver el juego
de escalas y jerarquías. Para ello hay que huir tanto de las viejas nociones de la planificación en
cascada, como de la renuncia a establecer una jerarquía clara entre la
ordenación del territorio y el planeamiento urbanístico. Se trata pues de
concebir la ordenación del territorio y el urbanismo como prácticas de
planificación concurrentes, dotadas de autonomía y especificidad. Al mismo
tiempo debe mantenerse el principio de que, para ser efectiva, la planificación
territorial ha contener las previsiones oportunas para vincular algunas de las
prescripciones de los planes urbanísticos. Esta cuestión -la relación entre la
ordenación territorial y el planeamiento urbanístico- es, a nuestro entender,
una de las claves principales de la efectividad de la ordenación del territorio
(Esteban & Nel·lo, 2022).
d)
Combinar de forma
efectiva la ordenación de las formas y los procesos. A menudo se ha
reprochado, con razón, a la ordenación territorial generar planes demasiado
morfológicos y poco metabólicos. Es decir, centrarse demasiado en las formas,
atendiendo poco a los procesos que las sustentan. Bien es verdad, que en la
sociedad y el territorio los procesos son, en último término, más relevantes
que las formas. Pero debemos convenir que los procesos son siempre mediados por
las formas que producen, sustentan o disuelven (Harvey, 2000). Por ello, el
objetivo de la ordenación del territorio no debe ser tanto alcanzar la
configuración de un determinado diseño territorial formal, sino más bien
configurar el marco -jurídico, físico, institucional, ambiental y económico-
destinado a favorecer los procesos y los valores sociales que pretende
impulsar.
e)
Ser capaz de
adaptarse al cambio. De la necesidad de combinar formas y procesos se deriva
el aserto de que la ordenación del territorio no puede ser hoy rígida. Debe ser
sólida en los objetivos y los valores y flexible en los instrumentos y las
formas. Debe tener un carácter “anti-frágil”, es decir, aquella capaz de
mantener su estructura y finalidades, sin que las inevitables transformaciones
de una sociedad en cambio acelerado acaben fracturando una estructura demasiado
rígida (Cecchini & Blecic. 2016).
f)
Evaluar el proceso
y los resultados. La evaluación de las políticas públicas ha tenido un
recorrido limitado en muchos países de Europa. La evaluación –in itinere
y ex post- del impacto de la ordenación del territorio resulta
especialmente compleja, dada la dificultad de aislarla de otros muchos factores
que inciden en las dinámicas territoriales. Sin embargo, la evaluación de los
procesos de planeamiento territorial y sus efectos resulta esencial para
aprender de los aciertos y errores, así como para capitalizar las
experiencias.
g) Gobernar las transformaciones. Finalmente, se debe ser consciente que la ordenación del territorio no acaba con la aprobación del plan, sino que empieza con esta. Así, la definición de los instrumentos adecuados para la implementación, gestión y seguimiento de las prescripciones del plan resulta una cuestión clave. El gobierno de las transformaciones engendradas por el plan –las positivas y las perversas, si las hubiere- constituye una parte fundamental de la ordenación del territorio.
6. Articular la ordenación con la organización institucional
del territorio
Las
dinámicas territoriales se caracterizan hoy en Europa por la ampliación de las
redes urbanas, la dispersión de la urbanización y la integración del
territorio. Con ello, las áreas urbanas tienden a converger con los espacios
regionales e incluso a superar los límites tradicionales de estos, difuminando
la tradicional dualidad entre campo y ciudad (Brenner, 2014; Nel·lo, 2017). Sin
embargo, en la mayoría de los casos, la planta administrativa del territorio no
se ha adaptado a las nuevas realidades territoriales. Así, desde el punto de
vista administrativo, las regiones urbanas europeas constituyen, en la gran
mayoría de los casos, realidades fragmentadas y barrocas.
Esta
situación tiene implicaciones profundas para la ordenación del territorio, cuya
naturaleza es, por definición, de carácter supralocal. La ordenación se plasma
a través de planes, que constituyen ante todo proyectos de futuro. Y
como todo proyecto estos planes requieren sujetos capaces de
elaborarlos, implementarlos y gestionarlos. Por ello, la capacidad de delimitar
los ámbitos de planeamiento y configurar los marcos administrativos adecuados
constituye el sexto reto que determinará el futuro de la ordenación del
territorio.
La
cuestión se plantea ya en la definición del área objeto de ordenación, es decir
desde el mismo momento inicial del proceso de planeamiento. Es bien cierto que
para establecer el alcance territorial de cada plan se podrán utilizar una
multitud de argumentos de carácter morfológico, funcional, económico, ambiental
y de jerarquía de servicios. Pero, como es bien sabido, en un territorio
crecientemente integrado, resulta inviable delimitar de manera taxativa, en términos
científicos, los ámbitos comprendidos en cada área urbana. Así, la misma
definición del ámbito de planeamiento contiene un proyecto implícito,
para decirlo en la expresión de Giuseppe Dematteis (2002) y acaba incorporando
siempre elementos eminentemente normativos, que resultan, por lo tanto, políticos.
La
problemática de la delimitación de los ámbitos se acompaña de la distribución
de las competencias entre los diversos actores administrativos; es decir, de la
asignación de las responsabilidades a la hora de formular, tramitar, aprobar y
gestionar el planeamiento. Se trata de un reto particularmente crucial y
complejo en un Estado compuesto como el español (Romero, 2009). En principio,
como bien sabemos, la distribución de competencias entre niveles
administrativos atribuye, a grandes rasgos, la elaboración y ejecución del
planeamiento urbanístico a los municipios, la ordenación del territorio a las
comunidades autónomas y la planificación de las infraestructuras de interés común
a la administración general del Estado. Sin embargo, dicha distribución dista
de ser armónica y efectiva. Así, para poner uno de los múltiples ejemplos
posibles, las determinaciones del Estado, con competencias sobre grandes
infraestructuras de interés general, y las prescripciones de las comunidades
autónomas, con competencias exclusivas sobre ordenación del territorio, a
menudo coexisten, pero no parecen dispuestas a coordinar e integrar sus
actuaciones. La falta de cooperación interadministrativa -que debería estar
basada en los principios de la planificación concurrente, la lealtad mutua y la
responsabilidad compartida- acaba provocando agudas disfunciones en la
prestación de los servicios, dificultades de conexión entre las diversas redes
y teniendo costes sociales y económicos elevados.
Finalmente,
la definición de los ámbitos territoriales y las competencias administrativas
condicionan también el papel de los actores sociales en el impulso, la
elaboración y la implementación de la ordenación del territorio. En ocasiones,
se ha querido presentar la ordenación del territorio exclusivamente como una
limitación o una cortapisa a la libre actuación de los agentes sociales. Less
planning and more human activity!, han propugnado los partidarios de la
desregulación en los usos del suelo y los recursos. La oposición es claramente
falaz: hace falta más y mejor planeamiento para asegurar la viabilidad, la
creatividad y la equidad de las actividades humanas. Y para ello son necesarias
arquitecturas institucionales capaces, por una parte, de integrar las
aportaciones sociales y, por otro, de mediar entre los diversos intereses en la
ordenación del territorio.
7. Asumir la inevitabilidad los conflictos y ser capaz de
gestionarlos
Desde la promulgación de la Carta Europea, la conflictividad
de carácter territorial ha tendido a incrementarse en las sociedades europeas.
Así, en las últimas décadas hemos asistido a un ascenso de la litigiosidad asociada
a los usos del suelo, los recursos energéticos y hídricos, la transformación
del paisaje, la construcción de infraestructuras, la regulación de la movilidad,
la vivienda y la gestión de los residuos, por citar solo los más habituales
temas en disputa. La ordenación del territorio nace precisamente de la voluntad
de dar respuesta a este tipo de conflictos (Romero, 2022). Debe asumirse, sin
embargo, que en tanto subsistan intereses sociales diversos, existirá
confrontación sobre la apropiación, el uso y la gestión del espacio. Por lo
tanto, aquello a lo que debe la ordenación del territorio aspirar no es tanto a
cancelar los conflictos, sino a proveer instrumentos para gestionarlos. Este es
el séptimo y último reto al que nos debemos enfrentar.
Para ello resulta imprescindible, ante todo, partir
de un diagnóstico correcto acerca de los orígenes de la conflictividad
territorial. En muchas ocasiones, buena parte de los conflictos han sido
interpretados como fenómenos del tipo NIMBY, es decir, reacciones egoístas de
una parte de la ciudadanía ante el impacto local que suponen unas actuaciones que,
en menor o mayor medida, persiguen en interés general (Massa, 2019). En otros
casos, el crecimiento de la conflictividad territorial se ha presentado como la
reacción de determinados territorios ante el olvido o la postergación por parte
de las administraciones públicas. El hecho de sentirse relegados, habría generado
en estos territorios un resentimiento hacia las principales metrópolis y las
élites transnacionales que en ellas residen, dando lugar incluso al ascenso de
actitudes políticas y comportamientos electorales de carácter disruptivo (Rodríguez
Pose, 2018). Sin embargo, a nuestro entender, el incremento de la
conflictividad espacial deriva de un conjunto de factores de carácter
estructural y no puede ser reducida a los términos de interpretaciones
parciales como las mencionadas.
Aunque los conflictos sobre el uso y la gestión del
territorio presentan una alta diversidad y responden a problemáticas complejas,
hoy en Europa se detectan ciertos elementos comunes a la mayoría de ellos (Nel·lo,
2003). El primero es la creciente preocupación de la población por la calidad,
los recursos, la seguridad y el atractivo del lugar donde reside. Esta
preocupación resulta razonable, en un contexto en el que la integración y la
interdependencia territorial exacerba la importancia de las ventajas (y las
desventajas) comparativas que cada lugar puede ofrecer a la hora de atraer
actividades y usos que se consideran positivos (y evitar la ubicación de
aquellos que se reputan negativos). El segundo elemento común es la percepción
del lugar de residencia como una fuente de identidad y un espacio de refugio,
ante dinámicas globales que, por una parte, transforman profundamente los
rasgos de las comunidades y, por otra, suponen incógnitas y amenazas que
escapan a su control. El tercer elemento común, presente en buena parte de los
conflictos territoriales de las últimas décadas, es el descrédito y el
descontento hacia las formas institucionales de representación y gestión, que
incluye en muchos casos las políticas de ordenación del territorio y el
urbanismo.
Como resulta evidente, los dos primeros elementos
-el incremento de la importancia de los lugares y las tensiones sobre la
identidad en un mundo globalizado- revisten un carácter estructural, mientras
que el tercero -el descontento hacia las formas de gobernanza- resulta más
coyuntural. Por ello, se puede afirmar que una mejora en las políticas de
ordenación del territorio podría tener efectos positivos, no porqué supusiera
la superación definitiva de los conflictos espaciales, sino porqué podría
contribuir a aportar instrumentos adecuados para gestionarlos en beneficio de
la mayoría de la población (Bobbio, 1999). El reto, pues, consiste en asumir la
inevitabilidad (e incluso el carácter a menudo positivo y saludable) del
conflicto y proveer elementos para darle salidas creativas, que permitan configurar
espacios siempre más funcionales, equitativos y sostenibles.
8. Conclusión: por una ordenación del territorio reforzada,
que tenga por objetivo principal la equidad social, territorial e
intergeneracional
En
1983, la Carta Europea afirmaba en su preámbulo:
“las profundas modificaciones
acaecidas en las estructuras económicas y sociales de los países europeos y sus
relaciones con otras partes del mundo exigen una revisión de los principios que
rigen la organización del espacio con el fin de evitar que se hallen
enteramente determinados en virtud de objetivos económicos a corto plazo, sin
tener en cuenta de forma adecuada los aspectos sociales, culturales y los de
medio ambiente”.
Transcurridas
más de cuatro décadas -plagadas de acontecimientos históricos decisivos- se
hace de nuevo necesario repensar los principios y las prácticas de la
ordenación del territorio en los países europeos. Como hemos tratado de
explicar, en este empeño resultarán claves la capacidad institucional y social
de dar respuesta a los siete retos a los que hemos hecho referencia. Siete
retos de los que depende la viabilidad de la ordenación del territorio: la
voluntad política de llevarla a cabo; el reconocimiento de su necesidad; la
definición clara de sus principios, temática y objetivos; el impulso activo de
la ciudadanía; la capacidad técnica; la dotación de marcos institucionales
adecuados; y la capacidad de gestionar los conflictos.
No se
trata, claro está, de retos menores, pero de su evolución depende no solo el
futuro de la ordenación del territorio, sino también, en buena parte, el
bienestar de las sociedades europeas. Permítasenos añadir que, a nuestro
entender, para avanzar en la resolución de cada uno de estos retos resulta
necesario vincularlos estrechamente a un objetivo principal y común: alcanzar
un nivel siempre más elevado de equidad. Un progreso que deberá concretarse
tanto en la reducción de las diferencias en el acceso a la renta y bienestar, como
en la disminución de las desigualdades espaciales, y en la garantía de que las
generaciones humanas venideras podrán disponer de un entorno y unos recursos
adecuados, que en esto debe consistir esencialmente la sostenibilidad. De este
modo, la ordenación del territorio se convertirá en un instrumento efectivo
para promover la justicia social, territorial e intergeneracional.
_________________________
Referencias
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[Artículo publicado en "Cuadernos de ordenación del territorio". FUNDICOT, junio 2024]