Fernand Léger, "Étude pour Les Constructeurs" (1950. National Galleries Scotland) |
La construcción
de la ciudad suele ser atribuida a los gobernantes, a los técnicos o a las
empresas. Así, nos referimos a la Roma de los Césares, la Florencia de los
Medici, la Barcelona de Cerdà, el Paris de Haussmann o el Detroit de la General
Motors. Sin embargo, estas simplificaciones olvidan (u ocultan) un aspecto
fundamental de la realidad: la ciudad y el territorio son, en buena medida,
construcciones colectivas, fruto del esfuerzo del conjunto de la sociedad.
Ello es así,
en primer lugar, desde el punto de vista físico. Es el trabajo de infinitud de
hombres y mujeres lo que, a lo largo de las décadas y los siglos, en diálogo
incesante con las limitaciones del medio, ha levantado ciudades, transformado
yermos, cimentado puentes, carreteras y ferrocarriles,… Las ciudades y el paisaje
atesoran –para quien sepa y quiera hallarlas- las trazas de las esperanzas y
las penalidades de las generaciones que las han conformado, casi siempre en
condiciones de explotación y privaciones sin cuento. El poeta sugiere la
necesidad de confrontar cada página de la historia oficial con una pregunta:
“Tebas, la de las siete puertas, ¿quién la construyo?/ En los libros figuran
los nombres de los reyes/ ¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de
piedra?”. “Una pregunta para cada historia”, propone. Muchas preguntas para
cada ciudad, podríamos añadir.
Más allá del
trabajo esforzado de la población, las ciudades son también producto colectivo
por otra razón esencial. Como bien sabemos, las urbes están habitadas por
individuos y grupos sociales portadores de intereses diversos, a menudo
contradictorios. Bien es cierto que quienes en ella han ocupado una posición
dominante han conseguido en buena parte, a lo largo de la Historia, articular
la ciudad a la medida de sus necesidades. Pero su poder no ha sido casi nunca
omnímodo. Aquellos menos dotados de poder político y económico, quienes
integran los grupos sociales subalternos, se han organizado para defender sus
intereses, han conformado movimientos, han planteado reivindicaciones. Al
hacerlo han alterado el curso de los acontecimientos y contribuido a dar forma
a la ciudad. Es por ello que los más desfavorecidos han podido ser denominados,
también, “constructores de ciudad”, para emplear la hermosa fórmula con la que
Alfredo Rodríguez tituló, hace treinta años, las historias de vida de quienes
levantaron las poblaciones santiaguinas.
Es
precisamente por esta razón, por el hecho de haber sido configurados a partir
del esfuerzo y las aportaciones, a menudo conflictivas, de toda la sociedad,
que la ciudad y el paisaje deben ser considerados, en buena medida, patrimonio
colectivo. Bienes comunes a cuyo goce todos deben tener derecho y a los que
nadie debe ser negado el acceso. Ahora bien, las relaciones económicas
prevalentes hacen que estos bienes se encuentren permanentemente expuestos a la
apropiación o la degradación. Las desigualdades sociales comportan, asimismo,
que no todos dispongan de las mismos recursos para disfrutarlos.
Por ello, para
garantizar a toda la ciudadanía goce del espacio público, los servicios, las
oportunidades, los recursos, el ambiente saludable y la calidad del paisaje es
necesario ordenar, desde los poderes públicos, la ciudad y el territorio en
beneficio del interés general. De hecho, uno de los mejores indicadores de la
calidad democrática de una sociedad es su capacidad de ordenar el territorio en
beneficio y con la participación de todos sus integrantes. Esto es así por una
doble razón. En primer lugar porqué, solo a través de un designio y un diseño
colectivo se conseguirá que todos los barrios de la ciudad, todas las regiones
del país y, por lo tanto, todos los ciudadanos, disfruten, de forma
razonablemente equitativa de la dignidad urbana y acceso al bienestar. En
segundo lugar, porqué solo a través del esfuerzo común se conseguirá escuchar
democráticamente todas las voces y sujetar, cuando sea necesario, el interés
particular al bienestar general en la construcción, la gestión y el uso de la
ciudad.
Alcanzar la
ordenación y la gestión del territorio según criterios de sostenibilidad
ambiental, eficiencia funcional y justicia social no puede ser, sin embargo,
responsabilidad única de las administraciones públicas. En efecto, el buen
gobierno requiere asimismo de la organización y la movilización de la
ciudadanía: para defender sus derechos, para hacerse escuchar, para proponer
soluciones, para gestionar servicios y promover políticas.
La ordenación
del territorio, el buen gobierno de la ciudad y la organización de la
ciudadanía resultan así, al mismo tiempo, exigencia y resultado, causa y
efecto, de la democracia y la equidad.
[Article publicat a La voz de la Chimba, Santiago de Chile, març 2016].