Article signat pels geògrafs Josefina Gómez-Mendoza (Universidad Autónoma de Madrid), Oriol Nel·lo (Universitat Autònoma de Barcelona), Joan Nogué (Universitat de Girona), Rafael Mata Olmo (Universidad Autónoma de Madrid), Pilar Paneque (Universidad Pablo Olavide) i Joan Romero (Universitat de València), publicat a La Vanguardia el dia 17.12.2022.
La transición energética constituye, sin duda, uno
de los retos más decisivos y acuciantes a los que se enfrentan las sociedades
contemporáneas. Su necesidad obedece a la urgencia de mitigar el proceso de
cambio climático y sus efectos, a lo que se suma el progresivo agotamiento de
las fuentes de energías fósiles –carbón, petróleo, gas- que lo han generado. El
reciente aumento de los conflictos geopolíticos, en buena medida causa y efecto
de las tensiones energéticas, evidencia hasta qué punto resulta perentorio
afrontar este desafío.
En este contexto, desde diversas instancias
internacionales se ha planteado la necesidad de emprender un proceso de
transición basada en tres principios. En primer lugar, el progresivo abandono
de los combustibles fósiles en beneficio de las fuentes de energía renovables.
En segundo lugar, el fomento de la eficiencia energética y la modificación de
las pautas de consumo para potenciar el ahorro. Por último, la aproximación de
la producción y el consumo de energía, con el fin de reducir la dependencia
exterior y fomentar la responsabilidad de cada comunidad en la gestión integral
del ciclo energético.
Los objetivos de la transición energética están
plenamente justificados y merecen el más amplio apoyo. Sin embargo, su
aplicación práctica está encontrando dificultades muy notables, entre las que
destacan las derivadas de su impacto territorial. Así, con preocupante frecuencia la
implantación de las instalaciones destinadas a la generación de energías
renovables y su integración en la red -sobre todo, eólica y fotovoltaica-
suscita pugnas que retrasan o impiden su desarrollo. Aunque en ocasiones se
expresan en términos políticos e ideológicos, los conflictos son a menudo
interpretados como simples pulsiones de tipo NIMBY, es decir, como el rechazo
egoísta por parte de una comunidad o un sector de la población a aceptar cerca
de casa aquello que se estaría dispuesto a admitir en cualquier otro lugar. Sin
embargo, a nuestro entender, las causas de la conflictividad en torno a la transición
energética son mucho más complejas.
De entrada, tienen relación con el alcance
territorial que el proceso de transformación implica. Las instalaciones para la
producción de energía a partir de fuentes renovables requieren la ocupación de
extensas superficies de suelo. En el caso de Cataluña, por ejemplo, se ha
calculado que para producir el mismo volumen de energía que se consume ahora a
partir de fuentes enteramente renovables sería necesario ocupar 660 km2 adicionales de suelo, es decir una
superficie equivalente a más de seis veces la ciudad de Barcelona. El impacto
territorial de dicha transformación no puede ser, pues, minusvalorado. El
volumen total de superficie necesaria para la generación de energía renovable,
de acuerdo con los objetivos del Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC),
y los procesos de fragmentación y desorden territorial que tal despliegue
ocasionarían, constituyen una hipoteca para usos alternativos del suelo,
implican un impacto significativo sobre hábitats naturales de interés y su
conectividad, alteran, a menudo de manera radical, el paisaje y condicionan de
forma irreversible actividades y formas de vida en muchos territorios. Así, la
implantación de las energías renovables, deseable como es, afecta a un conjunto
de bienes comunes, como el suelo fértil, la biodiversidad y el paisaje, que son
también de importancia vital en el proceso global de transición ecológica en el
que se inserta la transición energética.
Por otra parte, la conflictividad territorial
obedece también a la distribución de los beneficios y las cargas del proceso de
transición energética. Pese a las declaraciones sobre la conveniencia de
aproximar producción y consumo energético, lo cierto es que las instalaciones
para energías renovables se están ubicando de manera mayoritaria en territorios
poco poblados, que ven muy escasamente compensada la transformación de su
entorno y su paisaje. Asimismo, pese a las posibilidades de avanzar hacia
formas de producción energética y comercialización más distribuidas y plurales,
las iniciativas energéticas locales han encontrado hartas dificultades para
afianzarse, mientras el protagonismo de la transición vuelve a privilegiar a
grandes empresas del sector, lo que puede conducir a la consolidación de nuevos
oligopolios. Finalmente, incluso allí donde se está consiguiendo promocionar
medidas de eficiencia energética o de fomento del autoconsumo, se observa que
tales medidas, en vez de distribuirse de forma igualitaria entre la población,
favorecen sobre todo a hogares acomodados, que cuentan con mayores recursos,
información y capacidad de organizarse. De esta forma, el proceso de transición
energética, en vez de propiciar una mayor equidad territorial y social, podría
implicar un incremento de las desigualdades existentes.
A la conflictividad ha contribuido, también, la
actitud de los poderes públicos. Además de evidenciarse de nuevo un gran
problema de gobernanza y descoordinación entre administraciones (la Administración
General del Estado puede aprobar plantas fotovoltaicas de más de 50 MW incluso
con informes negativos de una Comunidad Autónoma), estas se han mostrado, en
términos generales, remisas a la hora de gobernar el proceso. Durante un largo
tiempo, han dificultado incluso las iniciativas energéticas de carácter comunitario,
social o individual -por ejemplo, a través del malhadado “impuesto al sol”- en
beneficio de las grandes empresas. Por otra parte, salvo en contadas excepciones y pese a lo
que en materia de planificación establece la Directiva (UE) 2018/2001 relativa
al fomento del uso de energía procedente de fuentes
renovables, los poderes públicos no se han dotado de
instrumentos de planificación territorial que orienten las implantaciones energéticas, estableciendo claramente los
espacios excluidos y los de preferente localización, aprovechando para estos
últimos de manera prioritaria los terrenos degradados, los corredores de
infraestructuras energéticas y de comunicación ya existentes,
así como los polígonos industriales y comerciales, y las áreas logísticas. El suelo agrícola
debería ocuparse cuando ya no hubiera más alternativa y no como primera opción,
porque la transición energética, necesaria y deseable, no puede ir en
detrimento de la base material de la producción de alimentos y de la vida que
albergan los suelos.
Por el contrario, se está decidiendo proyecto a
proyecto, sin una consideración global del
territorio de implantación y con unos
procedimientos de evaluación ambiental muy poco participativos a escala local.
Además, al no existir instrumentos de planificación territorial o sectorial, se
está vulnerando también el efecto útil de la Directiva 2001/42/CE, relativa a
la evaluación de los efectos de determinados planes y programas en el medio
ambiente, muy pertinente para megaproyectos de renovables de tan alta
incidencia ambiental y territorial en las escalas comarcal y local. Salvo
excepciones, ha sobrado improvisación y ha faltado gobernanza territorial,
previsión, claridad y un buen conocimiento de los territorios. El riesgo de
“metástasis” territorial, de nuevas burbujas especulativas e incluso de
judicialización, puede ser la consecuencia de no haber partido de una buena
planificación estratégica y de planes territoriales sectoriales claros que
confieran coherencia al proceso.
Las urgencias sobrevenidas no son argumento para
sostener que “no hay alternativa” porque esa afirmación, a nuestro juicio, no
se ajusta a la realidad. Se ha echado en falta hasta ahora una discusión en
torno a modelos, así como mayor transparencia y participación de los actores
concernidos, en especial en la escala local. Parecería que, renunciando a
intervenir de manera efectiva, las administraciones quisieran privilegiar la
presunta eficiencia económica en detrimento de la equidad territorial, ambiental
y social. Se trataría de una visión profundamente errónea: la transición
energética solo será posible si es, a un tiempo, eficiente y justa. De lo
contrario, suscitará tales resistencias que resultará inviable.