diumenge, 17 d’abril del 2016

Ordenación del territorio y gobierno de la ciudad: democracia y equidad

Fernand Léger, "Étude pour Les Constructeurs"
(1950. National Galleries Scotland)
La construcción de la ciudad suele ser atribuida a los gobernantes, a los técnicos o a las empresas. Así, nos referimos a la Roma de los Césares, la Florencia de los Medici, la Barcelona de Cerdà, el Paris de Haussmann o el Detroit de la General Motors. Sin embargo, estas simplificaciones olvidan (u ocultan) un aspecto fundamental de la realidad: la ciudad y el territorio son, en buena medida, construcciones colectivas, fruto del esfuerzo del conjunto de la sociedad.
Ello es así, en primer lugar, desde el punto de vista físico. Es el trabajo de infinitud de hombres y mujeres lo que, a lo largo de las décadas y los siglos, en diálogo incesante con las limitaciones del medio, ha levantado ciudades, transformado yermos, cimentado puentes, carreteras y ferrocarriles,… Las ciudades y el paisaje atesoran –para quien sepa y quiera hallarlas- las trazas de las esperanzas y las penalidades de las generaciones que las han conformado, casi siempre en condiciones de explotación y privaciones sin cuento. El poeta sugiere la necesidad de confrontar cada página de la historia oficial con una pregunta: “Tebas, la de las siete puertas, ¿quién la construyo?/ En los libros figuran los nombres de los reyes/ ¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra?”. “Una pregunta para cada historia”, propone. Muchas preguntas para cada ciudad, podríamos añadir.
Más allá del trabajo esforzado de la población, las ciudades son también producto colectivo por otra razón esencial. Como bien sabemos, las urbes están habitadas por individuos y grupos sociales portadores de intereses diversos, a menudo contradictorios. Bien es cierto que quienes en ella han ocupado una posición dominante han conseguido en buena parte, a lo largo de la Historia, articular la ciudad a la medida de sus necesidades. Pero su poder no ha sido casi nunca omnímodo. Aquellos menos dotados de poder político y económico, quienes integran los grupos sociales subalternos, se han organizado para defender sus intereses, han conformado movimientos, han planteado reivindicaciones. Al hacerlo han alterado el curso de los acontecimientos y contribuido a dar forma a la ciudad. Es por ello que los más desfavorecidos han podido ser denominados, también, “constructores de ciudad”, para emplear la hermosa fórmula con la que Alfredo Rodríguez tituló, hace treinta años, las historias de vida de quienes levantaron las poblaciones santiaguinas.
Es precisamente por esta razón, por el hecho de haber sido configurados a partir del esfuerzo y las aportaciones, a menudo conflictivas, de toda la sociedad, que la ciudad y el paisaje deben ser considerados, en buena medida, patrimonio colectivo. Bienes comunes a cuyo goce todos deben tener derecho y a los que nadie debe ser negado el acceso. Ahora bien, las relaciones económicas prevalentes hacen que estos bienes se encuentren permanentemente expuestos a la apropiación o la degradación. Las desigualdades sociales comportan, asimismo, que no todos dispongan de las mismos recursos para disfrutarlos.
Por ello, para garantizar a toda la ciudadanía goce del espacio público, los servicios, las oportunidades, los recursos, el ambiente saludable y la calidad del paisaje es necesario ordenar, desde los poderes públicos, la ciudad y el territorio en beneficio del interés general. De hecho, uno de los mejores indicadores de la calidad democrática de una sociedad es su capacidad de ordenar el territorio en beneficio y con la participación de todos sus integrantes. Esto es así por una doble razón. En primer lugar porqué, solo a través de un designio y un diseño colectivo se conseguirá que todos los barrios de la ciudad, todas las regiones del país y, por lo tanto, todos los ciudadanos, disfruten, de forma razonablemente equitativa de la dignidad urbana y acceso al bienestar. En segundo lugar, porqué solo a través del esfuerzo común se conseguirá escuchar democráticamente todas las voces y sujetar, cuando sea necesario, el interés particular al bienestar general en la construcción, la gestión y el uso de la ciudad.
Alcanzar la ordenación y la gestión del territorio según criterios de sostenibilidad ambiental, eficiencia funcional y justicia social no puede ser, sin embargo, responsabilidad única de las administraciones públicas. En efecto, el buen gobierno requiere asimismo de la organización y la movilización de la ciudadanía: para defender sus derechos, para hacerse escuchar, para proponer soluciones, para gestionar servicios y promover políticas.
La ordenación del territorio, el buen gobierno de la ciudad y la organización de la ciudadanía resultan así, al mismo tiempo, exigencia y resultado, causa y efecto, de la democracia y la equidad. 
[Article publicat a La voz de la Chimba, Santiago de Chile, març 2016].